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Querido futbol: la historia de amor

OPINIÓN
29/01/2021 | Andrea Menéndez Faya
Nuestra relación con el fútbol femenino no pasa por su mejor momento y cada vez recuerda más a un amor de instituto. Queremos, pero no podemos.
Querido futbol: la historia de amor
FIFA

Tengo la sensación de que este artículo se releerá en unas semanas, cuando estemos todos con el amor por las nubes ante la inminente llegada de San Valentín. La historia que hoy les traigo no es más que una historia de amor común, en el amplio sentido de la palabra, en el que habla de la comunidad, de esta tribu especial que formamos los que amamos el fútbol femenino. No se puede explicar la relación del aficionado con este deporte desde otro punto que no sea el del amor.


Queremos a esto que juegan las nuestras, y lo hacemos desde el sufrimiento y desde la ensoñación, como aquellos amores de instituto que te hacían no atender en clase. Hay un punto de inicio en todas estas historias, y es el flechazo, aquel primer partido que vimos y que nos volcó el corazón. En mi caso fue un Llosalín – Llanera. No conocerán el campo del Llosalín, a pie de río y de vacas, ni conocerán la regional asturiana, el barro, el frío, los campos desangelados y el olor a pipas. Yo me enamoré del fútbol femenino aquella tarde de invierno de forma inexplicable, como tampoco puedo explicar cómo me enamoré de mi primera novia, ni de la siguiente, ni de muchísimo menos la última. Cosas que pasan. 


Solo se entiende el sentimiento por el fútbol femenino desde aquí. Solo nosotros podemos pasarnos las tardes refrescando la web de la Federación con el estómago en un puño por ver los partes de guerra de los partidos cancelados como el que se dejaba caer por el paso de peatones en el que cruzaba la chica que le gustaba a la hora que lo solía cruzar, con la esperanza de no verla de la mano de otro. Cuando aquello pasaba, podías escuchar caer al suelo cada trocito de corazón. Y así nos pasa ahora. Pero cada tarde, vuelves a refrescar la página de la Federación, abrazado a la esperanza de no ver nada que te rompa. 


Querer duele, vaya que si duele. Que le pregunten a todos los amores de verano que murieron porque el padre decidió cortar por lo sano aquel cortejo que no traía más que disgustos a la familia. Y es que, aunque nos lo neguemos, somos el chico problemático que se ha encaprichado de una joven de buena familia. Somos el que quiere verla a todas horas, el que tira piedrecitas a la ventana molestando por las noches, el que hace preguntas incómodas en la comida de presentación, el que le regala una falda que hace que la abuela se santigüe y el que le dice que puede tener una vida mejor. Pero ahí seguimos, plantados con la cabeza alta, desafiantes, en frente del padre que aprieta los labios y dice que no con la cabeza. 


Somos ese pesado de película de serie B que se sienta en la cafetería durante horas esperando una sonrisa. A veces, incluso, parecemos un poco psicópatas. Nos vale un regate, un caño, una parada, un escuadrazo, para volver a enamorarnos. Decimos que esta vez es la última, que no le vamos a escribir más, y a la media hora estamos poniendo un tweet. Si tenemos suerte, el tweet es porque se nos desborda el amor. Si no, porque no se nos puede desbordar: partido aplazado. Discutimos con razón o sin ella por quién las quiere más. Y no dejamos que nadie nos baje de la nube: va a salir bien. En unos meses, dejará de vivir con su padre y seremos felices. La ingenuidad del enamorado, buscando siempre una vida mejor, ajeno a todo lo que le rodea, ausente por lo general de todo el daño en su frágil burbuja. 


Al otro lado del charco, ella(s). Su amiga, la que está de Erasmus, presumiendo de lo bien que le va cada vez que hablan. Que si aquí me cuidan, que si tengo todo lo que quiero, que si no puedo pedir más. Y mirada de reojo alrededor con suspiro de hastío incorporado. También los compañeros de clase: que si te va mal es porque eliges mal, que algo de culpa tendrás, que no se puede pedir todo cuando nada tienes para dar. Y cabreo de los gordos mascullando un túquésabrás. Pasan los días, y el diario que esconde(n) debajo de la almohada se llena de preguntas. Si tanto nos queremos, ¿por qué no sale bien?, si me independizo, ¿saldrá mejor?, cuando podamos vernos, ¿vendrá?, ¿vale la pena todo esto?, ¿me quiere o no me quiere?


Bueno, sirvan estas líneas como declaración de intenciones, sujeta a pocas variables de futuro, y como promesa hecha a navaja en la corteza de un árbol –sin que ningún árbol salga dañado-: 


Nos enamoramos de esto porque es distinto a todo y porque sabe florecer aun cuando nadie lo riega. Porque cuando lo vemos nos brillan los ojos pensando que eso, exactamente eso que vemos, los valores, la persistencia, la resiliencia, la creencia firme en mejorar y volver al resto mejor, es lo que queremos para nuestros hijos. Nos enamoramos porque nos van los amores difíciles, es una reminiscencia de aquellos años en los que esperábamos en el paso de peatones. Solo el que ha sabido querer cuando todo iba en contra sabe esperar a ver cómo el amor triunfa. O será que soy demasiado naïf cuando me hablan de amor, que me valen 90 minutos buenos para olvidar una semana de malas noticias, y que aún soy lo suficientemente inconsciente como para creer que al final, los buenos siempre ganan. 


Y la nuestra no sería una buena historia de amor si no terminara bien. Vale la pena. Pasarán los meses, aguantaremos, y pronto nos verás en la grada para entender que íbamos en serio. Que no hay padre que nos aparte con sus decisiones, ni hay horizonte que nos dé miedo. Solo necesitamos una dosis más de todo aquello que hace especial al fútbol femenino. Esta no sería una buena historia de amor si no se hubiera enfrentado a todo tipo de adversidades. La pandemia es solo una más en la larga lista de baches que enseñaremos en un futuro cuando contemos cómo hemos llegado a una liga profesional. Cuando, en el fotograma final de la película, nos sentemos en el porche de una casa de campo, con un álbum de fotos, a recordar un pasado difícil que nos llevó a unos años de paz. 


Escribo este artículo para nosotros, los aficionados, que no bajamos la espada jornada a jornada y a veces nos preguntamos si sirve para algo o estamos pegando gritos en el desierto, sin que nadie nos escuche, y sin que nadie se pare a reflexionar sobre nuestras quejas. Y lo escribo para ellas, que se preguntan si siempre van a tener que estar peleando pero, sobre todo, si lo hacen solas. No, nunca. Es lo bueno de las historias de amor, que siempre son mutuas.

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